Paso a Paso (I) Mis Diálogos sobre Marco Pérez…
Hoy es un día
de esos que hace calor, demasiado calor para el tiempo que estamos, diría yo,
pues estamos en invierno. Siempre que sucede decimos lo mismo, pero es verdad,
el clima dichoso ha cambiado y las culpas se las vuelve a llevar, una vez más, el consabido cambio
climático. ¡Así es¡
Como tantos y
tantos días, cruzo el Parque de San Julián pisando la arena –algo que me
enrabieta por mancharme los zapatos-, me encuentro en mi camino la bella
escultura de Lucas Aguirre, la contemplo por unos segundos y me dirijo al
Círculo de la Constancia. Allí ,
dentro ya de su remozado espacio, me encuentro con Raúl Torres y sin apenas
tiempo para preguntar por nuestra salud, nos enfrascamos en animada charla por
alguna cuestión de nuestra querida Cuenca.
Suele pasar a
menudo. Nuestra ciudad genera mucha
ilusión para el que la ama, pero encierra demasiada soberbia entre sus
gentes, dados más al rasgo crítico por dejadez o villanía que al ensalzamiento
de nuestros buenos actos y, por supuesto, al reconocimiento de nuestros grandes
artistas y sus obras.
Miro el
espacio que me rodea e inicio un dialogo apresurado, pero provocado.
Aprovechando que el Casino me ha abierto las puertas al recuerdo le comento a
Raúl una curiosidad del tiempo pasado.
-
Raúl, ¿sabías que aquí en
este lugar, Marco Pérez, recibió el cariñoso calor de sus paisanos?
Él, como
siempre, me dice:
-
Hombre Miguel, ¿cómo no voy a
saberlo? Yo conocí a Marco Pérez, te recuerdo que tengo setenta y dos años y
que el escultor murió el 17 de enero de 1983.
-
¡Ya¡ –le respondí
convencido-.
Convencido por
eso de que es posible que así fuera, aunque siempre mi amigo Raúl, tuviera esa
acostumbrada manera de haber conocido
siempre a los grandes artistas, por serenidad de edad más que por realidad
contenida.
-
Pero, Raúl, ¿sabrías darme
sentido a cómo fue aquel homenaje?- le contesté con cierta sorna.
Él, como suele
ser habitual en su compostura, me miró a los ojos y me dijo:
-
Miguel, te he dicho que lo conocí
y desde luego, he sabido mucho de su vida, no tan agradecida como mereciese. Yo
no pude ver aquel acontecimiento –como es lógico por el año en que ocurrió,
1926-, sin embargo, supe al detalle de cómo se desarrolló aquel acto.
-
Y ¿cómo fue?-, le dije con
inusitado deseo de conocer…
-
Pues, recuerdo que lo leí en
alguno de los reportajes de prensa que guardo en casa y desde luego, fue don
Cayo Conversa,¡qué buen alcalde¡, quién propuso iniciar una suscripción para
que Marco pudiese tallar una escultura procesional para la Semana Santa de nuestra Cuenca.
Este fue el primer escalón de su fecunda actividad imaginera posterior.
-
¡Vaya, vaya¡ No podía
imaginarme que este detalle abriría el tarro de las esencias.
Fotos de la Cena Homenaje a Don Luis Marco Pérez, tercero sentado por la izquierda, en el Circulo de la Constancia en Cuenca, 1926. Fotos de Pepe Benedicto.
Y así fue. Luís
Marco Pérez recibió su primera medalla en la Exposición Nacional
de Bellas Artes, a la que solamente había enviado una sola obra: El hombre de la Sierra , también llamado el
Hachero o el Leñador.
Recuerdo una
crítica a esta magnífica obra: “Bernardino
de Pantorba escribió que Luís Marco Pérez, era el escultor de los tipos de
Cuenca y como hombre agudo sabía plasmar el carácter de la ruda gente de su
tierra, construyéndola vigorosamente: Es un artista que atiende a la hora en
que vive y se fija en la tierra donde ha nacido. Así lo hará después en sus
imágenes de Semana Santa, donde cuerpos vigorosos y reales, descienden desde el
Cielo a la tierra de Cuenca. Trabaja la piedra como la madera la modo de los
grandes maestros del pasado; su maestría tiene su ascendencia en los imagineros
de Castilla”
Apenas una
semana más tarde de aquel homenaje del Círculo de la Constancia , el
Ayuntamiento lo nombraba hijo predilecto de la ciudad de Cuenca, el 28 de
junio, gracias a una propuesta de 593 firmas que lo solicitaban.
Luego, su
matrimonio con María del Carmen Sevillano en 1927, su entrada como profesor en la Escuela Provincial
de Artes y Oficios. En ese mismo año, hizo la escultura de Lucas Aguirre.
Luego, en 1928 se le nombra escultor municipal y con ello, la obligación de
“entregar en cada Semana Santa un paso hasta seis de figuras.”
Ha pasado la
tarde y salgo de mi reencuentro en ese Casino familiar, camino hacia mi
casa y siento una obstinada obligación
de pasar nuevamente por el parque San Julián para buscar ese hombre de la Sierra , -esa copia como
vaciado que fundieron los hermanos Codina, en sus talleres situados en el
número 5 de la calle Ardemans-. Y, luego contemplo con asombro la maravillosa
escultura de doña Gregoria de la
Cuba y Clemente, la benefactora que tiene panteón en el
Molino de Papel. Después regreso a casa.
1928 sería un
año especial. Lo sería y lo sigue siendo, porque con él se iniciaba esa
proyección asombrosa de quién iba a ser uno de los imagineros castellanos de
mayor solemnidad. Este Marco Pérez que bebió de maestros como Gregorio
Fernández, Juan de Juni y Francisco Rincón, que aprendió de Soler y Llopis,
consiguiendo arte, maestría y perfección al igual que Emiliano Barral, José
Capuz, Juan Adsuara, Orduna y Victorio Macho –coetáneos en vida y obra-, y que
en aquel 1928, daba sus primeros rasgos de cincel a la madera virgen que
permitiría dar vida a tallas inmaculadas de un tesoro nazareno, el nuestro.
Llegó el
verano y en mis habituales correrías, me acerqué a Fuentelespino de Moya. Allí,
al lado de esa inmensa torre campanario que se divisa desde la legendaria Moya,
me encontré a Vicente Pérez y a José Benedicto Sacristán. Uno y otro, charlaban
ensimismados sin apenas darse cuenta de mi presencia.
-
¡Buenas tardes tengan vuesas mercedes¡ -dije con cierta
confianza y, algo de sorna.
-
¡Miguel, coño, cuánto tiempo¡
-contestó con sonrisa de oreja a oreja, José Benedicto. -¿Qué es de tu vida?
Pronto, tomé aposento de la charla animada que allí interrumpí y,
sin más contemplación, que mi imperiosa necesidad de conocer e intervenir, me
hice el dueño de la misma.
-
Vicente, ¿qué tal estás?
-
Bien –me contestó sin mucha
explicación.
-
Sabes, recuerdo aquel lejano
día, junto al diputado de Cultura de entonces, en el que presentamos vuestro
libro en el incomparable marco del Monasterio de Tejeda. ¿Os acordáis? –injerí
con nostalgia.
Pronto, les llevé a mi terreno que, sin duda, era el que más les
atraía a los dos.
-
José Benedicto, he venido por
estos lugares para reencontrarme con el espíritu de nuestro común recordado
Luis Marco Pérez.
-
¡Ah¡, cuánto por agradecer y
que poco se le hace.
-
Cierto. Pero, ahora estamos
nosotros recordándole y eso siempre es buena noticia. Cuéntame cómo fue su
llegada a Valladolid, porque me interesa aquella etapa.
-
¿A Valladolid? Y por qué a
ese lugar –me recriminó Vicente.
-
Hombre, Vicente, porque allí
conoció la obra de Gregorio Fernández y allí empezó a difuminar lo que iba a
ser su maestría para nosotros los conquenses semansanteros.
-
¡Ah, coño¡ Ya se por dónde
vas puñetero.
Marco Pérez, el 26 de abril de 1933 era nombrado Profesor de
Término de Modelado y Vaciado y Composición Decorativa en Escultura, de la Escuela de Artes y Oficios
de Valladolid. Allí, en la cuna de la imaginería profunda castellana, iba a
beber de su manantial artístico.
Sin embargo, su inquieta personalidad le llevó a las Exposiciones
nacionales de escultura, a viajar por toda Europa y, nuevamente, a regresar a
Valladolid para ampliar su conocimiento y enriquecer su fama. La guerra civil
le corta su carrera y le frena su trayectoria, pero también le abre el camino a
Latinoamérica, recalando en Bogotá.
Acabada la guerra le expedientan y tiene que soportar tristes
momentos. Depurado, en septiembre del 1939, se incorpora a Valladolid y de ahí,
a Madrid.
-
¡Oye, Miguel, qué es lo que
te interesa, que seguro que a ti te ha traído aquí algo¡- le requirió Vicente.
-
Llevas razón Vicen te. Me gusta que hablemos de sus Pasos, de sus
grandes obras procesionales, de sus maravillosas creaciones religiosas, con esa
fuerza, con ese realismo, con esa intensidad, con esa….
-
¡Para coño, para¡ -me espetó
José Benedicto.
Y así fue. Acabada la guerra, en aquel año 1940 y hasta el 1955,
Marco Pérez dedicó gran parte de su actividad creativa a las imágenes
procesionales. Lo hizo, porque las dramáticas consecuencias de la guerra le
habían mantenido muy vinculado a Cuenca, ya que al haber desaparecido la
mayoría de los Pasos como consecuencia de la barbarie, era necesaria su
reposición y ahí, entraría su arte, su maestría y su talento.
- Oye, Vicente –le cortó Benedicto en su animada charla- ¿no fue
el Jesús Nazareno de El Salvador y también, el Amarrado a la columna de San
Antón, sus primeros encargos?
- Si, así fue, creo.
Las Hermandades empezaron a pedirle sus imágenes con avidez y él
no podía negarse a sus paisanos. Lo creía necesario y fundamental.
Hasta 1944, empezó a estudiar a fondo a los grandes maestros
castellanos y andaluces del Siglo de Oro, al Salzillo dieciochesco, de ahí el
paso de San Juan Bautista; la
Oración en el Huerto, el guapo San Juan, el Beso de Judas, la Virgen y San Juan, la Soledad y el Cristo
Yacente. Todos, en 1941 y 1942.
Un poco después, al año siguiente, El Cristo de los Espejos y la Virgen de la Angustias , objeto ésta
última de especial predilección suya y que recuerda de manera extraordinaria a
uno de sus maestros, el gran imaginero vallisoletano Gregorio Fernández.
-
Claro, eso se ve
perfectamente analizando su cuerpo –me dice Vicente.
-
¿Cómo su cuerpo? –le
contesto.
-
Por supuesto. Mira el
tratamiento anatómico del Cristo y en el patetismo del rostro de la Madre doliente. ¿No lo
captas? Es como las imágenes esculpidas por el gran Fernández.
-
Es verdad, es verdad. Está
claro.
Luego, los años siguientes. En el 1945, El Descendimiento, una de
sus más afortunadas creaciones. Luego, en 1947, San Pedro Apóstol, de acentuado
eco salzillesco. Con sus últimas imágenes, Luis
Marco Pérez apostaría –no sin pleno convencimiento- por esa policromía que le exigían las
Cofradías conquenses.
-
La imaginería grandiosa de
este escultor aún falta por ser debidamente reconocida Miguel. Debemos insistir
en ello.
-
Desde Luego Benedicto, merece
figurar entre los renovadores españoles como José Capuz, Víctor González Gil,
Soriano Montagut, Coullaut-Valera, Adsuara, Planes, León Ortega y un largo
ecétera –le contesté con total convencimiento.
-
Pues ahí es donde debemos
llegar, Miguel. A que Cuenca se lo reconozca con todo el cariño que merece y
con todo el respeto que requiere. Fue el más grande imaginero conquense y él
tiene que tener el reconocimiento justo por todas las instituciones. ¡Ojalá, lo
consigamos¡
-
¡Qué así sea¡ Adiós Vicen te, adiós Benedicto. Seguiremos en ello.
Hablaremos en
otro momento, -quizás haya espacio para ello-, de su prolífica proyección en la
imaginería conquense, de su patria chica, Fuentelespino de Moya, del momento
político en el que nació –allá por el 1896- momentos antes de la gran crisis
colonial de 1898, de su infancia y de su juventud, de su estancia en Valencia y
luego Madrid y, sobre todo, de sus “Pasos”, uno a uno, para admirar el
tratamiento del arte a quién, una ciudad como Cuenca, le sigue debiendo
homenaje. Ya lo haremos, ahora, quede pues este homenaje sencillo por mi parte.
Miguel Romero
Nazareno
2011
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